La reforma de la Iglesia solo ha sido y será posible desde la conversión de los corazones, una conversión que, además, para ser comunitaria, duradera y fecunda, ha de producirse, en primer lugar, en las personas, en cada una de las personas. Y es evidente que un corazón convertido no es jamás aquel que conspira, utiliza medios ilícitos e inmorales, se aprovecha de su posición o busca irrefrenablemente y a cualquier precio el ascenso, el medro, el poder, el dinero y la influencia.
La reforma de la Iglesia no consiste en decir y en repetir palabras bonitas, sino en vivirlas y en vivirlas en primera persona, mediante acciones y actitudes de auténtico servicio, honestidad, desprendimiento, fidelidad, discreción, austeridad, generosidad y humildad. La Iglesia, la entera Iglesia, pastores y fieles, en primera persona del singular y del plural, “se renueva –señaló el Papa Francisco en sus citadas palabras tras el ángelus- con la oración y con la santidad cotidiana de todo bautizado”. Y ello ha de interpelar más aún a quienes en razón del orden sacramental y de los cargos y oficios encomendados se halla en una posición más encumbrada, posición y sacramento que se adulteran si no se viven y se ejercitan desde las aludidas claves de servicio, fidelidad y humildad.