Las tres partes en que se divide la liturgia del
Viernes Santo, expresan perfectamente el sentido de la celebración. La liturgia de la palabra nos pone en
contacto con los hechos que estamos conmemorando y su anuncio profético en el
AT. La adoración de la cruz nos
lleva al reconocimiento de un hecho insólito que tenemos que tratar de asimilar
y desentrañar. La comunión nos
recuerda que la principal ceremonia litúrgica de nuestra religión, es la
celebración de una muerte; no porque ensalcemos el sufrimiento y el dolor, sino
porque descubrimos la Vida ,
incluso en lo que percibimos como muerte biológica.
Se han dicho tantas cosas (y algunas tan disparatadas) sobre la muerte
de Jesús, que no es nada fácil hacer una reflexión sencilla y coherente sobre
su significado. Se ha insistido, y se sigue insistiendo tanto en lo externo, en
lo sentimental, que es imposible olvidarnos de todo eso e ir al meollo de la cuestión. No debemos
seguir insistiendo en el sufrimiento. No son los azotes, ni la corona de
espinas, ni los clavos, lo que nos salva. Muchísimos seres humanos has sufrido
y siguen sufriendo hoy más que Jesús. Lo que nos marca el camino de la plenitud
humana (salvación) es la actitud interna de Jesús, que se manifestó durante
toda su vida en el trato con los demás. Ese amor manifestado en el servicio a todos,
es lo que demuestra su verdadera humanidad y, a la vez, su plena divinidad.
La muerte de Jesús
en la cruz, analizada en profundidad, nos dice todo sobre su persona.
Pero también lo dice todo sobre nosotros mismos si nuestro modelo de ser
humano es el mismo que tuvo él. Además nos lo dice todo sobre el Dios de
Jesús, y sobre el nuestro si es que es el mismo. Descubrir al verdadero Dios y
la manera en la que podemos relacionarnos con Él, es la tarea más importante
que puede desplegar un ser humano. Jesús, no solo lo descubrió él, sino que nos
quiso comunicar ese descubrimiento y nos marcó el camino para vivir esa
realidad del Dios descubierta por él.
La buena noticia de Jesús fue que Dios es amor. Pero ese amor se manifiesta de una manera insospechada y
desconcertante. El Dios manifestado en Jesús es tan distinto de todo lo que
nosotros podemos llegar a comprender, que, aún hoy, seguimos sin asimilarlo.