Los cristianos debernos hacernos dos preguntas: ¿Quién es Cristo para mí? ¿Quién soy yo para Cristo?”. Reconocer a Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre obliga a revertirse de Cristo, es decir, alcanzar el verdadero “ser cristiano”. Todos tenemos que meditar la respuesta del apóstol Pedro, que por reconocer el primero en Jesús al Mesías, lo convierte en fundamento primero de la Iglesia. Jesús se apresura a decir que su mesianismo, su salvación, pasa necesariamente por el dolor y la cruz; que seguirle es negarse a sí mismo; que sólo vale algo la vida si se entrega por los demás.
La pregunta de Cristo “¿quién decís que soy yo?”, que se lee en el Evangelio de este domingo, es una pregunta que cuestiona seriamente y compromete la decisión consciente de seguirlo.
¿Quién es Dios? ¿un ser lejano? ¿alguien que habita en el cielo o en morada que no sabemos ubicar con exactitud? O por el contrario, ¿el Dios en quien creemos es el Padre de Jesucristo y nuestro Padre? Evidentemente, es un Dios desconcertante, un Dios que no acabamos de entender del todo porque sus caminos no son nuestros caminos. Es un Dios al que sentimos cerca y al que escuchamos porque creemos en su Palabra, que se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros.Creer en Dios es admitir lo eterno en nuestra finitud y saber que también se nos revela en lo opaco, en lo desconcertante. Por eso la fe supone riesgo, decisión; no es vacío, sino firmeza. A veces la fe es vivir en un interrogante profundo, que nos hace más sinceros y auténticos.