El año de la fe se acerca a su fin. La fe es respuesta al amor de Dios experimentado, reconocido y aceptado. El Evangelio nos anima a “ser testigos de la fe en medio de la dificultad de creer que afecta a muchos y a nosotros mismos”, y a “recuperar ese elemento esencial de todo cristiano que consiste en dar a conocer el amor de Dios manifestado en Jesús”. Por la fe, somos misioneros, no cabe duda. Pero el misionero siembra; es otro el que da el crecimiento. Un crecimiento irremediablemente misterioso para nosotros.
La fe plantea directamente la cuestión de Dios y de nuestra relación con él, que constituye el tesoro más preciado en nuestra vida. Esa fe que para nosotros es luz para el camino, alegría del corazón y deseable compañera, resulta desconocida, irrelevante, inaceptable o incluso perniciosa para masas inmensas de la humanidad.
Admitamos esta realidad contundente: Jesús y su Dios no interesan a la gran mayoría de las personas.
¿Cómo es posible que Dios nos haya creado de tal manera que la mayoría de sus hijos e hijas no reconozcan su revelación en Jesús y no se vuelvan a él en actitud de fe?