El relato evangélico de la multiplicación de los panes es aleccionador. Los discípulos, estimando que no hay suficiente pan para todos, piensan que el problema del hambre se resolverá haciendo que la muchedumbre “compre” comida. A este comprar, regido por las leyes económicas, Jesús opone el compartir generoso y gratuito: dadles vosotros de comer.
Cuando Jesús bendice el pan, lo desvincula de sus poseedores para considerarlo don de Dios y repartirlo generosamente entre quienes tienen hambre.
Esta es la enseñanza profunda del relato: “Cuando se libera la creación del egoísmo humano, sobra pan para cubrir la necesidad de todos”.
Reparto maravilloso del pan multiplicado y partido en las manos de Jesús. Son las palabras y los gestos con que los cristianos hacemos memoria de Jesús: le recordamos cuando multiplica el pan y cuando entrega el pan de su vida. “El día antes de morir, Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y lo ofrece diciendo: es mi cuerpo, mi vida, el Pan de la Vida. Tomad y comed”.
De esta forma sencilla, sacramental, Jesús alimenta a millones de creyentes que aceptamos su invitación. El pan es su vida, su evangelio, su espíritu, sus bienaventuranzas …
Los creyentes abrimos las manos y el corazón y nos dejamos alimentar y transformar con ese Pan que es Jesús y que viene a nosotros lleno de Espíritu y de fuerza transformadora.
Comiendo el Pan de la Vida, los discípulos salimos de cada eucaristía dispuestos a multiplicar el pan del evangelio y el pan material, el pan del cariño y el pan del perdón, compartiéndolo con todos los que lo necesitan. Más todavía: comiendo el Pan de la Vida, el creyente se transforma en pan partido y multiplicado para los demás. Este el fruto de la celebración de la Eucaristía: Pan partido, Jesús y nosotros, para la Vida del mundo, para que nadie muera por falta del “pan de cada día”.
Miguel Diaz ss.cc.