La Ascensión es el lazo de unión entre Pascua y Pentecostés. El misterio pascual, que se funda en la muerte del Señor, no se detiene en su resurrección; se desarrolla en la Ascensión, que es la aceptación por parte de Dios de la obra de Cristo y su consagración como Señor de cielos y tierra; y se consuma en Pentecostés con el envío del Espíritu.
La Ascensión no es el final de la historia de Jesús de Nazaret sino el punto de partida de la misión de la Iglesia, que es la proclamación de la buena noticia de la salvación. El tiempo para esta misión va desde la Ascensión hasta la Parusía: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.
Cristo, en su ascensión a los cielos, alcanza la plena soberanía sentándose a la derecha de Dios Padre (sentarse en el trono es el signo de realeza). Esta glorificación no es signo de la ausencia de Jesús en la tierra ni de distanciamiento de la historia del mundo y de la vida de la Iglesia. Es el inicio de la nueva presencia del Resucitado en medio de sus discípulos. La ascensión de Jesús es el punto de unión de lo eterno con nuestro tiempo fugaz y caduco, es garantía de la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la esperanza sobre la angustia y desesperación de la condición humana.
La fiesta de la Ascensión es la oportunidad que se ofrece al creyente para alegrarse por su Rey. La Iglesia celebra el triunfo de su Rey, de su cabeza, de su Amigo. Y se siente en fiesta. Pero además contempla este misterio como el gran empuje de su misión evangelizadora por el mundo, tan necesitado del Evangelio porque es el único que puede dar respuesta a sus acuciantes interrogantes. Y se siente renovada en su esperanza que le invita a dirigir sus pasos hacia lo difícil y arduo, pero posible, porque Dios anda por en medio con su bondad, fidelidad y poder. Y, en el centro, Jesús glorificado que sigue en medio de nosotros hasta el fin del mundo con su Espíritu.
Ángel Fontcuberta