Sí, Jesús es la sal de la tierra y la luz del mundo. Sal que da sabor y sentido a la vida y la llena de ilusión y de esperanza. Sal que se mezcla y se deshace hasta la muerte cumpliendo su misión: ser fuente de vida nueva, con sabor a evangelio y a fraternidad.
Lo que hemos recibido gratis, gratis lo transmitimos. Es lo que nos pide Jesús. Que contagiemos el sentido de la vida que de El hemos recibido.
¿Cómo sería nuestro mundo si cada uno de los millones y millones de creyentes en Jesús que vivimos en esta tierra fuésemos sal y luz? Seguro que se hallaría mucho más cerca de aquel mundo por el que Jesús entregó su vida - el Reino de Dios - un mundo de hermanos y de hijos de Dios Creador y Padre.
No hay mejor descripción de la misión de la iglesia y de los cristianos que la del evangelio de hoy. Nosotros somos “sal de la tierra”. La sal no se guarda en el salero, no serviría para nada. Además, si no se utiliza, con el tiempo se desvirtúa y se vuelve sosa. Así nos puede acontecer a nosotros.
Si no compartimos la alegría y el gozo de creer en Jesús, nuestra fe se marchita, se apaga, se vuelve insulsa. El Papa Francisco nos habla de la Alegría del Evangelio. Alegría que brota del encuentro personal con Jesucristo. Es una alegría que el Papa describe como misionera. El creyente, si lo es de verdad, comparte la Alegría de la fe, sale de su comodidad, se acerca a quienes están necesitados de
alegría y de buenas noticias. Así es “sal” de la tierra y evangeliza al estilo de Jesús. Deshaciéndose en bien de los demás.
Entonces, si partes tu pan con el hambriento romperá la Luz como la aurora en tu corazón; si destierras de ti todo gesto amenazador clamarás al Señor, y El te responderá: Aquí estoy; si sacias el estómago del indigente, tu oscuridad se volverá mediodía.
La alegría del evangelio, el don de la fe, los bienes del Reino son la sal de la vida; cuanto más se comparten, más crecen y mejor cumplimos la misión que Jesús nos encomendó: sois la sal de la tierra y la luz del mundo.