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de la iglesia y de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía; Jesús muere en la Cruz entregando su Vida y dándonos Vida, entregando su Espíritu y dándonos Espíritu. Juan, mirando a Jesús en la Cruz, exclama: ¡Tanto amó Dios al mundo!
La muerte de Jesús no cambió la actitud de Dios para con nosotros; no transformó la ira en misericordia ni la justicia en perdón. Todo lo contrario: Jesús fue la gran manifestación del amor gratuito de Dios - por pura gracia estáis salvados-; Jesús en la cruz hace visible y casi tangible el
Amor de un Dios que nos ama hasta el extremo de correr nuestra misma suerte.
Cuando los cristianos miramos, admiramos y adoramos a Jesús en la cruz, no ensalzamos el sufrimiento ni la muerte: admiramos y cantamos la coherencia de alguien que da la vida por amor, sin romperse ni perder la confianza en Dios. La Cruz de Jesús es salvadora por el amor, la
solidaridad y la confianza que lleva en su interior. Jesús nos invita a sus discípulos a que tomemos la cruz de cada día y le sigamos. También las cruces de los discípulos son salvadoras, nacen a la sombra de la Cruz de Cristo: la cruz del que acompaña al enfermo; la cruz de quien se desvive y lucha para que no haya más crucificados por la pobreza, la injusticia o la exclusión; la cruz de quien acepta el sufrimiento y la enfermedad poniéndose en manos de Dios-Padre.
Contemplando a Jesús en la cruz, no podemos menos de pensar en los millones de crucificados de nuestros días. ¿Seremos siquiera buenos cireneos que alivien el peso de esas cruces absurdas e injustas del pecado del mundo?
Miremos con fe y amor a Cristo en la Cruz y a todos los crucificados de la tierra. Entonces, la luz de Dios brillará en nuestro corazón.
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